Estos días se cumple un año del inicio del tratamiento y sí, es muy fácil hablar cuando todo salió bien y el bebé duerme en estos momentos la siesta en brazos de su padre. También es porque ese ha sido el desenlace que puedo escribir tranquilamente lo que estoy escribiendo, pero vamos por partes o me vuelvo a liar.
Siempre digo que lo peor del tratamiento no fueron ni los pinchazos ni las hormonas, ni siquiera la incertidumbre de saber si funcionaría o no. Para mí que NUNCA miro atrás, lo peor del tratamiento fue replantearme toda mi vida. El médico me había dicho claramente que mi único problema era mi edad (tenía 38 en el momento de empezar) y durante aquellos meses (el diagnóstico fue en septiembre y la beta fue en febrero) me torturé mucho pensando que lo había hecho mal durante toda mi vida.
El otro día vi en Instagram un vídeo promocional del IVI que contaba una historia que perfectamente podía haber sido la mía: una chica que se vuelca en su formación y en sus estudios, que completa su formación en el extranjero, que empieza a trabajar y se centra en mejorar, en disfrutar de la vida y en viajar a la mínima que puede y el día que por fin decide ser madre, se da cuenta de que no le quedan óvulos.
Hasta el tratamiento me había sentido muy contenta con la vida que había llevado hasta entonces. Siempre he pensado que hay que hacer todo lo que quieres hacer mientras seas joven porque, una vez llegan las responsabilidades, la vida cambia y quizá te arrepientas. ¿Y si ahora resultaba que sí que me iba a arrepentir precisamente por no poder ser madre después de tantas cosas? ¿Y si todo lo que siempre me había creído era una mierda? ¿Y si tenía que haberme centrado en formar una familia mucho antes?
El año que cumplí los 30, hacía un año que había dejado el periodismo para inventarme otra vida en la misma ciudad (Suena Family en mi cabeza), me compré un piso y empezaron a cambiar muchas cosas. Disfruté como una enana de esa época de independencia y crecimiento. Hice dos másters más, conocí a V, viajé un montón, me dejé varios sueldos en festivales y lloré de la risa en tardes que se convertían en noches que luego mutaban en mañanas. El verano de 2009 fue el del fin del mundo, el de saber que esos días ligeros de piscina y mojito no volverían jamás, por eso enmarqué nuestro verano en mi salón (ahora suena Sidonie). Pues la infertilidad estuvo a punto de enterrar aquellos recuerdos tan felices y convertirlos en arrepentimientos, en culpar a cada concierto, cada copa, cada avión y cada mañaneo de mis errores. Dejé de tener ganas de celebrar mi 40 cumpleaños.
Luego llegó el embarazo y, simplemente, dejé de pensar. El embarazo ha sido casi un año de anestesia. Los recuerdos han vuelto con el postparto, con dejar a mis hormonas libres de nuevo y, sobre todo, con ver que todo ha salido bien. Por supuesto, ahora no me arrepiento de nada. Soy consciente de que me ido dejando óvulos en festivales, aulas, habitaciones de hotel, casas de amigos y toallitas desmaquillantes. Sé que no tendré más hijos a no ser que me toque la lotería (que no me tocará porque nunca juego) o que suceda un milagro (que tampoco llegará porque ya he tenido bastante milagrito con mi hijo), pero ya no me importa. Al final, todas esas experiencias (infertilidad y años de tiras y aflojas con mi cérvix Dionisio incluidos) han terminado moldeando la persona que soy ahora y la única verdad es que ahora soy exactamente quien quiero ser. Y eso es lo que cuenta y el mejor regalo para mi hijo: estar en paz, tranquila, feliz y sin arrepentimientos.
(Esta ha sido una de las entradas más introspectivas y asquerosamente obscenas de este blog. La foto es de un árbol pelado de casa de mis padres, mi lugar favorito en el mundo).