Sí, señoras y señores (si es que hay alguno por estos lares). Soy ese tipo de madre que vive constantemente en la cuerda floja, a punto de pegarse la hostia de su vida pero siempre encontrando en el último momento ese puntito justo de equilibrio para salvar el tropezón y poder avanzar un poco, pero siempre esperando ese momento de volver a torcerme el tobillo cuando ya casi estaba al otro lado.
Las madres funambulistas somos imperfectas, atropelladas, incluso descuidadas. Ya lo conté hace unos meses: «Conciliar es tender una cuerda imaginaria entre los dos edificios más altos del mundo e intentar atravesarla cargada con el portátil, el bolso, la mochila del bebé, la bolsa de la comida, la bolsa con nuestra ropa y el niño en el carro sin dar un paso en falso y despeñarnos los dos juntos. Todo, mientras me suena el teléfono personal y mi madre me pregunta a qué hora tiene que venir mañana y, en el de trabajo, un cliente me pregunta una cosa que ya sabría si leyera mis correos». Hablaba entonces de conciliación, pero el funambulismo se ha extendido a todos los ámbitos de mi vida. Qué inocente era entonces, sin una reforma integral en danza, un ejército de virus amenazando cada día de Escoleta, una logística familiar que se complica por momentos.
Las madres funambulistas intentamos domesticar el caos cogiéndolo con pinzas y, joder, eso muy complicado. Cosas del funambulismo, ya sabes que la sensación de control, cuando existe, es falsa. Es un castillo de naipes. Vendrá una corriente de aire y se lo llevará todo por delante. Llamémoslo virus, regresión en el sueño, rabietas, fase vital x, crisis de lactancia y… Siempre hay algo que viene a ponerlo todo patas arriba cuando por fin tenías la sensación de tener la vida mínimamente bajo control.
Las madres funambulistas tenemos cabeza porque ponernos una patata no sería políticamente correcto. Suerte de las apps, de las alertas y de los post its porque, si no, nuestros hijos no tendrían ropa limpia, comerían todos los días lo mismo y se irían a casa de los abuelos X cuando, en realidad, con los que habías quedado era con los abuelos Y. Sí, esos días de funambulismo intensivo podría enviarle un briefing al bebé y cambiarle el pañal a un cliente, pero de eso va la vida, de equivocarse, reírse, volver a empezar.
Las madres funambulistas vivimos al límite del estallido constante. Es momento en que te desequilibras, tiemblas, miras abajo y ves el precipicio, intentas mirar adelante, buscar alguna forma de recuperar la posición. No estalles, no estalles… Y mientras tu voz interior te recuerda como un mantra que no puedes estallar, tu hijo de 19 meses está pintando su mejilla, su sudadera y tu pantalón vaquero con una barra de labios fucsia que está a su alcance porque estás en una casa temporal y no hay muebles en el baño. No es culpa, suya, solo es un bebé que quiere jugar. Tu voz interior está a punto de morir devorada por el alien cabrón y destructor que casi todas las personas (menos los seres de luz, claro) llevamos dentro, pero milagrosamente, respiras, le dices a la taquicardia que se vaya por donde ha venido y consigues lavarte los dientes. Otro tropezón salvado con más o menos dignidad.
Yo siempre he sido así de funambulista y la maternidad, en lugar de agravar este síndrome, me ha hecho más pragmática y más paciente. Menos mal, en serio. Aunque estoy a punto de perder la paciencia un millón de veces, como esta mañana con el pintalabios o como anoche cuando decidió que el lugar correcto para el gel de ducha era el punto donde su cuna de colecho y nuestra cama se unen, muchas veces lo salvo. Recuerdo cuando el ginecólogo me preguntó si iba a hacer baja y, dada mi respuesta (sí pero no), me recetó valeriana y diazepam para el postparto. Le dije que no entendía para qué me daba el diazepam. Él me dijo que para que no tuviera que tomármelo nunca, pero que supiera que estaba allí. Qué razón tenía. El paquete seguiría intacto si no se lo hubieran recetado a VPadre en una de sus migrañas. A mí me sigue funcionando lo de respirar.
(Esta es otra de esas entradas que llevaba semanas en borradores. En la foto, Víctor en uno de sus momentos de locura, después de trepar a la cama con un tomate cherry en la mano y restregarlo por toda la sábana).