Hoy me he dado cuenta de las veces que he intentado retomar este blog en los últimos meses, pero intentar de verdad y no de pensar en escribir un post. He visto los borradores que tengo por aquí desorganizados y los textos inconexos que en algún momento empecé a escribir en Google Keep pero nunca logré terminar, bien por falta de tiempo, bien por interrupciones, bien porque era demasiado autocrítico, tanto que rozaba la flagelación.
Yo era de las que pensaba, ilusa de mí, que durante el confinamiento tendría más tiempo para dedicar a escribir, a hacer manualidades, a hacer cosas con mi hijo, cuando lo cierto es que el confinamiento no me dio más que para sobrevivir. Trabajar con un niño de dos años y medio, o al menos con mi niño de dos años y medio, no era viable. Muchos clientes parecieron entenderlo todo bien al principio, pero la cosa se iba tensando a medida que todos nos cansábamos y mi hijo interrumpía mis reuniones por vídeoconferencia atizándome con un cojín. Sobrevivir, sobre todo, a esa sensación de estar haciéndolo todo mal: de atender fatal a mi hijo y de hacer mal mi trabajo.
Pasaron las semanas y volví a iluminarme con una maravillosa revelación de los mundos de yupi: cuando el niño pueda estar con los abuelos, sacaré mejor el trabajo y tendré algo de tiempo para mí misma. ¡Mentira! Entonces el trabajo y mi archienemiga la logística familiar se lo comieron todo. Y aquí estoy, comiéndome dos trozos de calabacín a la plancha, delante del ordenador, intentando escribir algo solo para recordarme que soy capaz de hacer algo que no sea trabajar, llevar a Víctor de un lado a otro y acojonarme cada vez que hablan de rebrotes en la tele.
Estos meses no han pasado demasiadas cosas: ya conté que Víctor se destetó solo. Ahora está en proceso de dejar el pañal (igual puedo escribir un post sobre eso como hace todo el mundo) y estamos pendientes de que nos asignen colegio para el año que viene. Tenía en mente (y en borradores) un post sobre cómo habíamos hecho la elección de colegios, pero como no tengo nada claro que nos asignen algo de lo que hemos pedido, he preferido no terminarlo para no parecer la pagafantas de mi barrio: os cuento por qué unos coles me parecen maravillosos pero luego se los llevan otras familias. Otra vez será.
Lo que sí ha pasado es que me he perdonado. El principio del confinamiento, con todas las buenas intenciones, me arrasó. Joder, todo el mundo tenía tiempo de calidad para sus hijos y nosotros le contratamos el canal Disney para que viera la casa de Mickey Mouse y me dejara trabajar. Entraba en Instagram, veía actividades sensoriales, montessori, megamolonas y todas las cosas del mundo y no hacía más que pensar en la mierda de ‘educación’ que yo le estaba dando a mi hijo. Que iba a entrar en el colegio sin saber contar hasta 45 en chino mandarín, que no sabría distinguir a Lope de Garcilaso y que iría con pañal hasta la adolescencia. Know what? No ha pasado nada. Habla por los codos, tiene una memoria alucinante para aprender palabras nuevas y saber usarlas en contexto, le encanta correr y saltar y sabe un montón de cosas que no sabemos cómo las ha aprendido. Quizá si hubiera confiado un poco más en mi hijo, me hubiera angustiado menos.
Ahora tengo a un niño de casi 3 años que se va corriendo y, cuando le dices que no se vaya lejos, te espeta: «Mamà, estic ací, no pasa nada» y se queda tan ancho. Que flipa con todo lo relacionado con los cohetes, que supongo que es una evolución lógica de su amor por los robots y las máquinas. Ahora empieza a tener su favorito de todo: su cojín favorito para sentarse, su gorra favorita para ir a la playa o su muñeco favorito para jugar hasta que descubre que hay otro más favorito todavía.
Eso sí, le cuesta socializar con otrxs niñxs, en parte por timidez y en parte porque, como hijo único, ha pasado 3 meses relacionándose únicamente con adultos. Quizá por eso habla tanto y siempre intenta contar cosas a los mayores y se olvida de los y las de su edad. En eso estamos trabajando pero no siempre es fácil que la gente pueda quedar a las horas intempestivas que llegamos nosotros después de trabajar, recoger al niño, llegar a casa, abrir las ventanas, darnos una ducha. Lo peor de la vieja normalidad, la logística, sigue siendo lo peor de la nueva.
La foto sintetiza mis días de confinamiento: el portátil, el niño encima (con sandalias y calcetines, sí) y mi móvil de trabajo para que él viera vídeos de El Pot Petit y me dejara trabajar. Good old days…
Como ya te has perdonado, no hace falta que te recuerde que lo has hecho genial, pero lo hago igualmente: has hecho lo que has podido de la mejor forma posible, en la mierda de situación en la que nos hemos encontrado todos lxs trabajadores remotos encerradxs con hijos… Y que sepas que me acabo de enamorar un poquito más aún de tu hijo ❤️