En mi casa no somos amigos de los extremos. Adoptamos un punto de vista, nunca adoptamos un bando. Generalmente estamos abiertos a todo, aunque defendemos lo nuestro. Nos parece perfecto lo que decidan los demás porque es su vida y no la nuestra. Intentamos ser coherentes y hacer lo que pensamos que es mejor para nosotros y para nuestro hijo, pero eso no quiere decir que sea lo mejor para cualquier otra familia. Y punto.
Pasó en su día con la lactancia materna, luego con el pseudo-blw que estamos haciendo con Víctor (y digo pseudo porque como hace muy bien la pinza ya le damos la comida a trocitos pequeños y se dosifica mil veces mejor) y ahora se intensifica ‘con eso del azúcar’.
¿Qué pensamos al respecto? Que preferimos que nuestro hijo no tome azúcar, pero ni vamos a poner el grito en el cielo si en la guardería les dan natillas los viernes ni nos vamos a fustigar por comprar potitos industriales (de herbolario, presuntamente sin mierdas añadidas pero de herbolario) cuando nos vamos de viaje o cuando la vida nos pilla por ahí. También le damos yogures adaptados a veces, merecemos una muerte lenta y dolorosa.
De nuevo, la sociedad te da mensajes contradictorios. Tu entorno, el que te crió con potitos, leches de fórmula, leche, cacao avellanas y azúcar, está frotándose las manos esperando ese día que el niño «ya pueda» comer petisuises, croissants, nutellas, chocolates de todo tipo. Igual que, en su día, pensaban que las papillas industriales eran mejores que una sémola de arroz «porque el arroz no sabe a nada y las papillas están dulcecitas». Dulcecito, todo dulcecito desde la cuna.
Y, por otro lado, aparecen los discursos culpabilizadores, los de envenenar a nuestros hijos si no tenemos ganas, tiempo o dinero para darles alimentos frescos, sin procesar, con ingredientes orgánicos o con panes de harinas integrales levados en casa y hechos con trigo que tenemos plantado en una masía perdida por el monte. Son extremos, pero no nos da la vida para todo.
Como en todo, debería haber un término medio que tampoco tiene que ser necesariamente el mejor, pero que a nosotros nos funciona. En casa no se comen más ultraprocesados que algún paquete de patatas fritas de vez en cuando, no es un esfuerzo no dárselo al bebé. Si cenamos pizza, hacemos la masa y la salsa de tomate porque disfrutamos haciéndolo y porque comer ciertas cosas significa, para nosotros, tener tiempo libre y se disfruta de otra manera. Pero si un día vamos de culo y compramos un kebab o pedimos al Burger King, luego no nos torturamos por hacerlo. Son excepciones y ‘disfrutamos’ viéndolas como tales.
Pues lo mismo pasa con Víctor. Le hacemos ragú casero con ternera de la carnicería que le picamos en casa y a veces hasta con tomates del pueblo. No hemos tenido tanta fruta en casa en la vida. Las cremas de verduras son caseras (y de Thermomix), hacemos hamburguesas de legumbres para disgusto de quien cree que las lentejas solo se pueden dar con chorizo. Eso y mil frikadas más que hacemos porque nos apetece, pero que en ningún caso pensamos que que eso nos haga mejores padres. Somos exactamente los mismos buenos o malos padres que cuando llevamos un ‘postre lácteo’ en el carro porque le encanta el yogur y no necesitan frío. O los que compran el potito ‘por si acaso’ y se lo acaban dando un día que está enloquecido y VPadre tiene que quedarse en la fábrica un par de horas más. Que nadie nos culpe de hacerlo lo mejor que podemos.