Cuando escuché hace unos días esta canción de las Ginebras, fue como hacer un viaje en el tiempo a cuando tenía 30 años y era otro desastre de persona. Era el desastre divertido, el de salir y llevar una vida que ahora queda a años luz. Ahora soy una señora de mediana edad que sigue llevando Vans de colores y sigue siendo un desastre de persona, pero el desastre aburrido, el de ‘no-me-da-la-vida’ y casi todo lo que he hecho al final del día es un coñazo. No sé por qué nos empeñamos en hacer que nuestros hijos e hijas quemen etapas con lo coñazo que es ser adulto.
En fin. Que llevo un montón de tiempo con este blog en el limbo porque voy fatal de tiempo. Como de autoexigencia vamos a tope, me obligo a todo. A llegar con el trabajo, a ir a entrenar tres días por semana, a intentar pasar tiempo con mi hijo. La teoría de que todo no es posible nos la sabemos de memoria, claro que sí, pero la práctica es otra cosa, es un maratón de cabezazos contra la pared.
Llevo unos meses muy complicados laboralmente. Mucho trabajo del que nunca puedo hacer, que es el que me requiere neuronas y es el que de verdad me gusta. Pero la vida es lo que pasa mientras estás reunida o dándole un chute de Dalsy a tu hijo y todas esas cosas hacen que todo ese trabajo que realmente disfruto se vaya a los fines de semana, que es cuando no suena el teléfono y puedo pensar. Qué fiesta todo. Entre semana hago de becaria de mí misma y los fines de semana crezco y pienso.
Estos meses no hay dos días iguales porque no hay dos logísticas iguales. O bien estoy tranquilamente en casa (casi nunca) o bien he de ir a mi despacho, al gimnasio, a dar clase, a comprar… Y todo acompañado de sus trastos. La ropa de calle, la de entrenar, los bártulos de la ducha, el calzado ‘presentable’, el ordenador, los cuadernos, la merienda, el tupper con la comida de geriátrico. Llevo meses diciéndome que algún día perdería algo.
El miércoles, uno de esos días de logística imposible, perdí la cartera. A las 6 de la mañana tenía que tener previsto hasta las 20 que iba a llegar a casa. La ropa para una reunión por la mañana, para el gimnasio, para irme a dar clase. La comida para engullir en el coche de camino a una juguetería porque hay que comprar en el comercio y no por internet. La merienda porque el vending no tiene magdalenas sin gluten. Y en toda esa logística de bultos no me cabía el bolso. Imposible tantas cosas. justo a final del día, cuando iba tranquilamente en el coche diciéndome que ni tan mal, que ni grandes estreses ni grandes incendios, perdí la cartera. Entré en el súper a comprar un par de cosas y no me di cuenta hasta el día siguiente.
Y la cartera en sí da igual. No me ha llevado más de una hora cancelar tarjetas y pedir duplicados, poner denuncia y tener cita para renovar DNI, renovar el SIP, pedir duplicado del carnet de conducir. Es la cartera como metáfora de la vida de mierda que siempre parece que va a desaparecer pero que no se va ni a la de tres, la muy cabrona.
Amaneces con unas cuantas cosas por hacer y tu hijo tiene fiebre y dolor de oídos. Por suerte, hoy Víctor padre tenía el día libre y la cosa se ha diluido, pero la cartera como metáfora ahí sigue, torturándome. ¿En qué momento fui tan de culo que ni me di cuenta de que no llevaba cartera? ¿Aparecerá dentro de un par de meses en algún rincón de mi casa que no he mirado en pleno descerebre? ¿Por qué soy tan asertiva para unas cosas pero soy incapaz de decir que no a una reunión que no me cabe en la agenda? Por si acaso, la cartera nueva la he comprado con asa y con el espacio justo para llevar una tarjeta de débito y el DNI, así la próxima catástrofe será menor.