Yo nunca he sido de inventarme excusas, pero tengo un cerebro creativo que sería capaz de hilar historias coherentes y verosímiles, mucho más que mi vida diaria. Desde que soy madre vivo con la sensación constante de estar disparando excusas sin parar. Excusas para justificar que no llego con el trabajo. Que no tengo tiempo para hacer deporte. Que no puedo ir a esa reunión. Que es complicado organizarme para tener algo parecido a ocio. Es como ponerme delante del espejo cada mañana y decirme «Mira, Lidón, es que el perro se ha comido mi vida».
El perro es una suma de muchos perros. Es casi como un animal mitológico alimentado por las sombras de todas esas cosas que dijimos que no seríamos nunca al convertirnos en madres. Es el perro que lo descontrola todo y que nos convierte en una caricatura de lo que fuimos. De algún modo, el perro me recuerda al hombre que, según Astrud, hay en España que lo hace todo. El perro que se comió mi vida también está en todas partes, lo hace todo, lo sabe todo.
He estado una semana con ciática. No puedo ir al despacho, lo siento. Tendré que hacer esa reunión por Skype, no me hagáis levantarme o veréis que llevo el pijama debajo de la camisa. Necesito que alguien me lleve al niño a la Escoleta porque no puedo levantar peso. ¿Hacer la compra? Tal vez por internet, y eso que nos hemos prometido usar la verdulería que terminan de abrir en la esquina para intentar contribuir a que siga abierta cuando llegue noviembre. Ese «tengo ciática» me suena al perro que se come los deberes.
Hoy he amanecido mejor, decidida a no tomar más analgésicos ni más antiinflamantorios, pero Víctor tenía fiebre. Whatsapp a mi madre a las 7.15. Whatsapp a una compañera de trabajo y reunión por Hangouts (y de nuevo, camisa y pijama) porque no voy a poder estar allí a las 9. Whatsapp a otros compañeros, hoy tampoco iré al despacho porque he de llevar al niño a la pediatra. De nuevo, el perro se ha comido mis deberes.
Entonces te miras al espejo con cara de gilipollas y te das cuenta de que no son solo los deberes lo que se ha comido el perro. Se está comiendo tu puta vida. De hecho, si el perro hay algo que no se come son los deberes, porque el trabajo es casi lo primero después de tu hijo. Ya sacaremos algo de congelador para cenar, necesito esa media hora para terminar unas cosas. Las cajas por abrir las dejaremos para enero, cuando venga el frío y nos haga falta la ropa de lana. Y así podríamos terminar encontrando decenas, centenares de ejemplos. Primer el niño, luego el trabajo, después la casa y solo al final, algo que puedas disfrutar mínimamente.
El perro que se comió mi vida es un perro que enajena y que esclaviza, el que echa a los demás perros del jardín. El que caga donde le sale de las pelotas y el que te despierta con sus ladridos cuando por fin has conseguido dormirte después de tres vomitonas de tu bebé. Pero mi perro, el que me va comiendo terreno hasta dejarme en nada, puede no tener nada que ver con el tuyo. La logística, lo disperso de mi trabajo, las dificultades para organizarme, la poca presencia de VPadre durante la semana, lo mal que me siento cuando no produzco, la ansiedad que viene de vez en cuando. Mi perro está hecho de todas esas cosas y, muy posiblemente, de otras que no soy capaz de identificar, como todos esos aditivos que nos ponen en la comida para que no seamos conscientes de que, en realidad, estamos comiendo mierda.
La maternidad era pasarse los días pensando que el perro se ha comido tu vida. Era reírte de tus propias excusas, no entender cómo puedes terminar perdiendo tanto el control de un tiempo y de un espacio que un día te pertenecieron, pero ahora son de todo el mundo menos tuyos.
Dicen que llega un día en el que el perro ya no se come nada. Que llevas el trabajo y la casa al día, que tienes comida en la nevera y que recuerdas las caras de tus amigos. Dicen que un día, cuando vas a lavarte los dientes por la mañana, vuelves a reconocerte en el espejo aunque tengas más ojeras, más arrugas y más canas. Y no sé, dicen tantas cosas que te suena a otra de esas grandes mentiras, las de siempre. Que si te bañas en la piscina antes de las cinco de la tarde tendrás una muerte lenta y dolorosa. Que si estudias mucho tendrás un buen trabajo y un porvenir lleno de segundas residencias y de viajes a parques temáticos. Que si bebes mucha leche cuando eres una niña crecerás un montón. Que si te portas bien, los Reyes Magos te traerán lo que has pedido. Y yo, que estoy acostumbrada a pedirles que no se lleven a nadie, igual les tengo que pedir que el perro tampoco acabe llevándose lo que queda de mí. O de mi yo de hace dos años menos once días.
(Disculpadme por el rojo, en serio)