No es ningún secreto que tengo tendencia a la adicción al trabajo y que llevo unos meses gestionándolo mal. Ya hablé el otro día de mi modelo de conciliación, uno que no recomiendo a nadie pero q es el único que se ajusta a nuestra situación. Mi modelo es disperso y difuso, con unas líneas extremadamente borrosas entre la vida laboral y la personal… Tan borrosas que el despacho es una parte de nuestro salón. Y no, de eso no me arrepiento.
Me alucina que un niño tan pequeño como Víctor empiece a ser consciente de los tiempos de ocio y de trabajo: él sabe que, a veces, mamá trabaja en casa y suele llevarlo bien. Sabe que es un tiempo limitado y sabe con quién está mientras yo curro. Hasta ayer.
Víctor pasó la tarde en casa de sus abuelos paternos y llegó sobre las 18h. Estuvimos jugando un rato, pusimos bolas al árbol, bajamos al cerrajero… Y cuando vi que estaba dibujando tranquilamente con mi suegro, quise aprovechar para enviar una factura que me había quedado pendiente y prepararme la mochila con el portátil para el día siguiente porque las mañanas son, cuanto menos, atropelladas.
Acababa de encender el flexo y abrir la tapa del portátil cuando noté unos pasitos de ratilla que se plantaban en la zona de acceso al despacho, que está integrada en el salón pero donde no se atreve a entrar porque está el robot barredor y le da pavor. Se quedó plantado, empezó a sollozar y grito: «mamà, a treballar nooooooo». Y así es como mi hijo de poco más de dos años me rompió el corazón porque yo se lo acababa de romper a él.
No hacía falta que pasara eso para saber que las cosas no pueden seguir como están, que necesito poner límites y dejar de moverme entre líneas tan difusas, pero que hasta tu propio hijo se da cuenta es simplemente demoledor. Pasa también los fines de semana, a veces gestiona bien que me toque trabajar pero otras me pide que no lo haga y yo lo entiendo. Yo me recuerdo plantada en la ventana de mi cuarto a las 19.00 para ver cómo mis padres recorrían los 100 metros que separaban la consulta de mi padre (y actual oficina de mi empresa) y el piso donde crecí. Y recuerdo también que sus tardes libres eran una fiesta para mí aunque tampoco hiciera nada especial con ellos, pero estaban cerca. Me da pánico estar cerca pero estar a años luz.
Y así, en parte, vamos a cerrar este año que, como todos los años desde que soy adulta a jornada completa, solo se puede definir como agridulcemente feliz. Hay que replantear tantas cosas que no sé ni cómo me llamo, pero justo esa, definir y no difuminar, será de las primeras.