Si hay una verdad absoluta en esto de la maternidad es que te vas a pasar la vida recibiendo mensajes contradictorios. De un lado te dirán que hagas una cosa y, del otro, que no la hagas. Te darán hostias por todas partes, así que has de estar preparada para hacer lo que te dé la gana y recibir palos igualmente. Cuando crees que ya has superado esas grandes guerras del principio, fuente de incomprensión y dardos envenenados como son la lactancia, el colecho o el BLW, cuando crees que ya entras en modo crucero, tu hijo cumple un añito y te das cuenta de que llega el nuevo caballo de batalla: las rutinas. Porque por un lado te dicen que qué bien que vaya a la Escoleta porque allí aprende horarios, que es bueno que aprenda a dormirse solito e irse a su habitación, que se acostumbre a que después del baño va la cena (o al revés) pero, ojo, que el fin de semana toca pasarse las rutinas y las siestas por el forro porque «se tienen que acostumbrar a todo», como si tuvieran 10 años y no uno. Esa ha sido poco más o menos la guerra del último año.
El verano fue un destructor de rutinas y retomar los horarios nos costó mucho al volver a la Escoleta. El curso pasado Víctor se despertaba a las 6.45 más o menos y yo estaba trabajando a las 8. Se dormía sobre las 21 y nosotros veíamos series y esas cosas. Era un mundo más o menos feliz. Luego empezó a aguantar más y más despierto y a acortar las siestas. Empezó el curso durmiéndose a las 22 y poco a poco logramos reconducir para que se durmiera sobre las 21.30, pero rara vez lo conseguimos. Se despierta a las 8 y yo empiezo a trabajar bastante más tarde. Aquí es donde me podríais decir: «pues lo despiertas». Pues sí, pero está tan de mala leche porque no ha dormido suficiente que me cuesta todavía más salir de casa que si lo despierto, así que me sale más a cuenta trabajar de 7 a 8 en casa y luego ver qué pasa.
A veces vienen semanas buenas. Se despierta a las 7 y a las 21 está durmiendo. Llega el viernes y cruzas todo lo cruzable porque, con cada fin de semana, es como si el niño volviera a hacer un viaje transoceánico. A los adultos nos cuesta horrores adaptarnos a los horarios de un niño. Si vamos a casa de los abuelos a comer, les cuesta entender que su hora de comer son las 12 ó 12.30 y no las 13.30 ó 14. Lo más posible es que el niño llegue comido, con lo que disfrutan las abuelas preparándole cosas y el niño comiéndolas. Además, se excita. No te jode, claro que se excita. El niño no puede ser más feliz con sus abuelos, no quiere dormir, quiere jugar, quiere ser el centro de atención. Así que muchos días nos encontramos con que son las 16 h y no ha hecho ni un minuto de siesta. Luego, a medianoche, él sigue de rumba, nosotros nos arrastramos y el ciclo del jet lag vuelve a empezar como si viviéramos en una versión alemana de después de comer de ‘Atrapado el en Tiempo’.
Y da igual lo que digas. ¿Somos unos egoístas al querer que nuestro hijo siga unos horarios fijos? ¿Realmente lo somos teniendo en cuenta que él está mejor y más feliz cuando ha descansado? ¿Tanto se puede perder un niño de 26 meses por hacer la siesta de 13 a 14.30 y por acostarse a las 21? A veces nos hacen sentir así. Que el niño se ha de ir acostumbrando a los horarios. Esa frase me hace hervir la sangre. El niño se acostumbrará a los horarios cuando su cuerpo le permita acostumbrarse a los horarios. Y viene otro factor. ¿Dónde quedamos nosotros? ¿Dónde quedan esas noches cenando a toda leche o quedándome dormida yo durmiendo al niño porque no hay maldita manera de que cierre los ojos? ¿Dónde queda nuestra vida de pareja, nuestras aficiones, nuestra suscripción de Netflix? Con horarios de mierda, con conciliaciones de mierda, esas pequeñas rutinas del niño son las que nos dejan unos centímetros de aire para respirar. Pero quizá seamos unos egoístas por pretender hacerlo.
Estas vacaciones estamos probando un nuevo experimento que integre la fiebre de los abuelos con los horarios del resto de la familia. Comida a las 12 en punto, dormirlo como sea y llegar a casa de los abuelos con niño dormido. Se despierta a la hora de comer los mayores, se sienta con nosotros a la mesa y ‘merienda’ eso tan bueno que la abuela le haya preparado (o fruta, vaya, lo que le dé la gana entre la oferta saludable) y ya está operativo para joder la siesta a los mayores, pero como yo no duermo siesta, pues juego con él. Eso me recuerda inevitablemente a esa gran mentira sobre la que se asentaba mi infancia: si te bañabas en la piscina antes de las cinco de la tarde, morías entre horribles convulsiones. No conseguía entender por qué la hora eran las 17 siempre, aunque hubieras comido a las 12. ¿Pero la digestión no eran dos horas? La digestión tal vez, pero la siesta de los adultos terminaba a las 17 y ahí no había digestión (ni discusión) que valiera. Eso sí que era correcto, pero pretender que un niño se vaya a dormir a las 21 es terriblemente egoísta. ¡Vamos a ponernos morados a chupitos en la fiesta de la coherencia!