Hace casi dos años que muchas familias vivimos con el runrún de lo que pasará el día que el virus entre en casa. El pánico a un nuevo confinamiento, a todo lo que vivimos en aquella primavera de 2020, siempre está más que presente, en parte porque ahora tenemos mucho más claro lo que hay.
La cuestión es que el virus llegó en silencio y con un positivo tan tímido que hasta creí estar loca y haber visto fantasmas. Pero varios positivos tímidos del niño y varios míos no dejaban dudas: el cunuravirus (Víctor dixit) había llegado a casa.
El domingo pasado, la tutora de Víctor nos dijo que había dado positivo. Por prudencia y en contra de lo que dicen los protocolos (¡Infectaos todos, malditos!), le hicimos un test de antígenos más que convencidos de que saldría negativo. Piiiip, ¡error! Salió una línea tan suave que podíamos no haberla visto, pero ahí estaba. ¿Desatamos una ola de pánico en la clase diciendo que era positivo? Pues tampoco era necesario. En 24h haríamos otra y veríamos. Nosotros, todos negativos.
Por si acaso. Ahí viene la cuestión. Le hicimos test por si acaso y también por si acaso nos fuimos a casa a por ropa. Estábamos en casa de mi madre y quedarnos allí era la única opción viable para que yo pudiera seguir trabajando, a no ser que Víctor padre saliera también positivo. Por si acaso, ropa para una semana, todo el kit de teletrabajo, cuentos y paracetamol.
El lunes, el positivo tímido seguía ahí, pero yo tenía que volver a casa porque esperábamos varios paquetes. Avisar a la tutora, rellenar los datos en la app de Sanitat y todo con el constante runrún de… ¿Y si no es positivo en realidad? ¿Y si vemos fantasmas? Niño totalmente asintomático, por supuesto.
Los adultos, entretanto, vida normal, porque eso dicen los protocolos. Que no hace falta que nos hagamos ni un test si no tenemos síntomas. Según esas directrices, Víctor hubiera estado una semana yendo al cole positivo, pero sin síntomas. Todobien.
El miércoles repetimos test y madre mi yo. El suyo, negativo. El mío un positivo algo menos tímido que el de Víctor. Otra vez aviso a Sanitat y bla bla bla. No, señor, no necesito baja. Soy autónoma, ¿sabeusted? Además, no tengo síntomas.
Y así, sin síntomas, encerrados y entre protocolos absurdísimos ha pasado la semana. Yo he podido sacar más o menos el trabajo porque nos fuimos a casa de mi madre y le pasamos a ella indirectamente los marrones, el del niño y el de infectarse (de momento parece que no). Porque los protocolos olvidan muchas cosas, como que los niños y las niñas pequeñas necesitan alguien que los cuide. Antes de que nadie sienta la tentación de acusarme de considerar que los coles son aparcaniños, no voy por ahí. Hablo de bajas y de permisos, no de que las criaturas sigan yendo al cole pase lo que pase. Porque lo que pasa es esto: docentes, alumnado y familias contagiadas. ¿Era así como pensábamos pararlo?
La otra experiencia más que reseñable… La angustia de las familias, con una tensión terrible en el grupo de Whatsapp. Dedos cruzados para que no se confine la clase, porque… ¿Qué hacemos entonces? Sin bajas para madres y padres… ¿Cómo se organizan las familias con criaturas confinadas? ¿Cómo se organiza una familia si los padres han de trabajar y sus hijos empalman confinamientos? Como p**o pueden y ya está. Porque no todo el mundo puede teletrabajar y, no nos engañemos, con niños pequeños tampoco se teletrabaja o yo, al menos, no puedo. Capacidad cero de concentración, interrupciones constantes… Y vivir pensando que, como siempre, lo haces absolutamente todo mal.
En la foto, Víctor imprimiendo ‘deberes’