«Es que a esta edad ya van solos y la cosa cambia mucho»
La maternidad se construye en base a generalidades o a excepciones que convertimos en norma: mi hijo ‘va solo’, ergo todas las criaturas de su edad van solas. Esas generalidades que no se ajustan a todo el mundo, a veces, nos apuñalan. A veces. Algunos días son difíciles. Todo son luchas, todo es guerra, pero a esta edad ya van solos. Todos van solos. Si no van solos, o es que estamos haciendo algo mal o que estamos exagerando porque ya se sabe, las madres. Y, además, «a esta edad», cuando hay criaturas, como la mía, que tienen casi un año menos que algunos compañeros de clase.
Mi hijo no va solo. Según qué conversación escuches a la salida del cole, es lo más normal del mundo o es una anomalía terrible que va a condicionarle de por vida y que te señala como madre. Lo mejor es ir con cascos, claro. Pero mi hijo no va solo y las cosas rutinarias implican guerra, pero guerra cruel y de esas de desgaste. Una guerra por la mañana y una guerra por la noche. A mi hijo no le puedes decir que vaya a la cocina, se haga el desayuno, desayune y se vista mientras tú te secas el pelo porque lo más probable es que coja un bote de nocilla y se ponga a jugar con los Lego. Cuando te has terminado de secar el pelo, son las 8.45, ha montado un fuerte apache en la habitación y ha desayunado nocilla de marca blanca con gusanitos rancios que ha sacado del fondo de un cajón. Añade el infartito por si el paquete de gusanitos también tenía moho y ya cantas bingo.
No gritarnos, conservar la calma y no ser esa madre que me prometí no ser implica tener el superpoder de la anticipación constante, esa que añade más y más kilos a una carga mental a punto de reventar y de reventarnos.
Hace tiempo que nos hemos dado cuenta de que la única manera de reducir o evitar esos comportamientos es anticiparnos. Es avanzar todo lo avanzable para poder estar pendientes de que haga lo que toca hacer en esos momentos complicados como son el principio y el final del día. Estar ya vestida, duchada y preparada cuando se levante. Tener su ropa preparada desde la noche, el almuerzo en la mochila, todo preparado si trabajo en el despacho y he de salir con la mochila gigante en la que llevo el portátil y la ropa del gimnasio. Dejarme la comida fuera del congelador. Una serie de pequeñas cosas que, al final, son un diluvio de microtareas. Y lo mismo con la noche. La ropa del día siguiente preparada, la cena pensada y, en la medida de lo posible, cocinada, la mochila del cole vaciada, la casa medio recogida… Más y más microtareas que tenemos que avanzar para que la casa no se convierta en un polvorín.
¿Y sabéis qué? Que muchos días es imposible avanzarlo todo. A veces se despierta a las 6.40 de la mañana, cuando ni siquiera me he metido en la ducha. Otros me surge alguna urgencia de trabajo que he de atender a las 20 horas. Otros se nos hace tarde por lo que sea. Otros tengo clase y no llego hasta las mil. Esos días, él no va solo (los otros tampoco, pero a veces lo parece). Nosotros nos enfadamos, nos frustramos, le hablamos mal, explotamos todos. ¿Quién tiene la culpa? ¿Él, que no va solo, o nosotros, que vamos con la lengua fuera? En realidad la tenemos todos y no la tiene nadie. O el capitalismo, pero eso tiene mala solución.
Mi hijo no va solo y me dais mucha envidia quienes tenéis criaturas tan autónomas, tan obedientes y tan perfectas. Me gustaría pensar que existe otro universo paralelo más en el que puedo darme una ducha rápida mientras él hace los deberes, pero en esta realidad en la que vivimos, si yo me voy a la ducha, él hace un avión de papel con la ficha. O la corta para hacer una manualidad. O la llena de garabatos.
Es más, mi hijo no va solo y a veces me enfado mucho con él porque cada minuto que perdemos discutiendo es un minuto que no disfrutamos juntos. Y no, no es cosa solo de los deberes, eso es casi una anécdota. Es todo. Métete en la ducha y sal de la ducha, ponte el pijama y quítate el pijama, intenta cenar y no levantarte de la mesa por favor. Traer el tupper y la botella de la mochila. Lavarse los dientes y recoger los juguetes. Otra cosa que llevo fatal de ser madre de mi hijo es meterme en la cama con la sensación de no haber disfrutado con él ni un minuto, de haber estado todo el día discutiendo por todo, por lo que hace y por lo que no hace.
Podríamos entrar en discusiones eternas sobre lo que merece la pena y lo que no, como pasa con los deberes. El problema es que él gasta tanta energía en intentar salirse con la suya, que al final terminamos todos agotados. Y decirle que no se preocupe, que yo guardo en el armario la chaqueta que pretende dejar tirada en el suelo, recogerle los juguetes que ha dejado esparcidos por toda la casa o vestirlo por las mañanas para no ponerme nerviosa porque vamos a llegar tarde es lo contrario a ayudarle. El precio de la autonomía es la ansiedad de las madres, pero dárselo todo hecho para vivir yo más tranquila sería egoísta en el fondo.
Empecé este post hace unos 10 días porque vivo en ese autoengaño constante de que sacar un ratito para escribir y para pensar es posible pero hace dos semanas casi que no tengo ni un minuto para sentarme a pensar. Hoy somos dos y, mientras uno juega con él, yo tengo un cuarto de hora para terminar el texto. Hemos tenido casi toda la tarde para jugar con él, para dejar cosas preparadas para mañana, para guardar dos lavadoras. Cuando no hay tanta prisa no hay tanto encabronamiento. Cuando no hay relojes agobiando, no hay tanta ansiedad. Cuando no le exigimos con prisas y con estrés que sea autónomo, él es autónomo.
Así que todo vuelve, de nuevo, a nosotros. Nuestras prisas, nuestros ritmos, nuestra rueda de hamster permanente. Igual el problema no son solo ellos.
En la foto uno de esos momentos en los que entras a hacer la cena y, al salir, te encuentras con el niño dibujando un plano de un edificio que sirve para hacer sumas y multiplicaciones mientras tenía que estar recogiendo los juguetes
El reloj y el capitalismo (dejemos de lado su importancia) son los peores enemigos de LA VIDA.