La primera vez que una maestra de Víctor me contó que no se portaba bien en clase y que se dejaba los trabajos en blanco, me quedé en shock. Fue por dos razones: la primera es que ese comportamiento no tenía absolutamente nada que ver con el de casa, con un niño con una curiosidad y unas ganas de aprender infinitas y que solía hacer todo el caso que pudiera hacer un niño de tres años. La segunda razón eran mis expectativas: igual que no entraba en mis planes un niño con ojos claros, tampoco contemplaba una criatura que, como su padre y yo, no fuera cero problemática en el cole. Luego podía salir empollón como su madre o inteligente y pasota como su padre, pero lo de tocar (y tocarse) los huevos en el cole ni se planteaba.
Eso, que reducido a un párrafo parece un proceso sencillo, en realidad ha sido y sigue siendo una de las cosas más complicadas a las que me he tenido que enfrentar desde que soy madre. Aquí, como explicaba, se juntan dos cosas: la lucha contra mis propias expectativas (incluido una especie de duelo absurdo por la imagen mental que yo me había hecho de mi hijo) y la realidad a la hay que adaptarse con más o menos éxito cuando por fin empiezas a asumirla.
Desde que Víctor llegó al mundo de forma accidentada, nos dijeron que tenía ‘riesgo neurológico’, es decir, posibilidad de acabar teniendo algún problema de desarrollo que nunca llegó. Sin embargo, eso condicionó los primeros años y tanto en la escuela infantil como en el cole nos insistían en que no había ningún problema de desarrollo, pero ahí estaba siempre esa sombra de preocupación y de duda.
De hecho, su primera tutora en el cole fue muy clara en aquella primera tutoría, a las semanas de empezar el curso: “no quería decirte nada hasta tener claro si no hace las cosas porque no llega o porque no le da la gana, en su caso no le da la gana”. Hacía unos días que había cumplido los tres años. Luego empezó a reaccionar con cabreos y molestando a los demás, otras veces estaba totalmente ausente, desconectado de lo que pasaba en la clase. Pero era Infantil, vamos a pensar que ya madurará en Primaria. Tenemos tiempo.
El curso pasado, en P5, todo fue bien hasta el mes de diciembre. Le dio dos meses de tregua a su nueva tutora y, antes de las vacaciones de Navidad, volvió a su modo por defecto: no terminar las tareas, no hacer lo que no le interesa, incluso contestar mal. Ahí, con trabajo de todos, la cosa se encauzó bastante, pero luego llegó Primaria. Ay, Primaria.
Me encantaría decir que, en efecto, ha madurado y que ahora en Primaria han desaparecido todos esos problemas que en Infantil tenían menos importancia, pero no hay más que leer su informe para tener claras dos ideas: no está motivado y no se esfuerza. Me ha costado mucho separar mi cabeza de la de mi hijo. ¿Por qué si yo siempre hacía lo que me pedían y nunca destacaba, él siempre quiere hacer lo que le da la gana? Supongo que por la misma razón que él tiene los ojos azules y y no: somos dos personas completamente diferentes, aunque sea mi hijo.
Me he pasado estos meses queriendo pegarme cabezazos contra la pared, enfadándome muchísimo con él, metiéndome en la cama con ganas de llorar. ¿Por qué no terminas en el cole una ficha que en casa haces en 3 minutos? ¿Por qué haces la croqueta o gritas como si te estuvieran desollando cuando tienes que hacer una ficha muy simple con la letra m? ¿Por qué tiras el lápiz al suelo cuando tienes que hacer sumas que solo son 3+2? ¿Por qué te pasas el día diciendo que quieres jugar o estar conmigo pero no puedes hacerlo porque te has dejado trabajo del cole por hacer? En mi cabeza, quizá mucho más pragmática y domesticada que la suya, no cabe dejar de hacer algo que no te supone un esfuerzo. Pero a él esas cosas le dan exactamente igual.
Pasado el periodo de cabreo constante, llegó el de intentar buscar soluciones, ayudarle a canalizar el cabreo y a ser un poco más constante. Rutinas, orden, cosas que le gusten… La cosa tampoco tiene secretos, pero nuestro ritmo vital loco y desestructurado no nos lo ponen fácil. Veremos cómo va.
Esto nos lleva a otra fase más: ¿Voy a ser capaz de ayudarle a que se centre y a que entienda que hay cosas que se tienen que hacer aunque no nos apetezca? ¿Voy a poder ayudar a aprender a aprender a un niño que quiere ser autodidacta hasta para aprender a nadar? Estos meses estamos insistiendo mucho en lo importante que es aprender al lado de personas que saben más que tú, porque no todo puede aprenderse solo. El otro día nos decía que cree que no se puede aprender a tocar el piano sin profesor o profesora. “Es mucho mejor así porque te dicen cómo lo has de hacer”. Eso, tan simple, es una victoria.
Y este es el tema. Que sí, que puede que sea una exagerada por preocuparme tanto por él cuando, en realidad, no hay ningún problema grave. Que es una cuestión de motivación, pero desde casa podemos hacer poco cuando estos problemas se dan en el cole. Ahí viene la impotencia, el saber que tú puedes intentar tenerlo todo controlado en casa pero luego no estás en el aula para decirle que no se empane o ayudarle a encontrar el camino de vuelta cuando se ha evadido de algo que le aburre soberanamente.
También he llorado. Me he sentido fatal al explotar contra él por dejarse trabajo por hacer en el cole, dejando que la expectativa y la imagen mental que tenía de cómo iba a ser nublaran lo importante: “¿por qué se está comportando así?”. Y sí, también he pasado por la fase de “es un vago”, que es el input que recibimos constantemente. Y la de “es un malcriado” por no querer hacer cosas que sabe que tiene que hacer. He pasado por todas esas fases: por gritarle, por castigarle, por irme llorando a la habitación de la impotencia. ¿Cuántas de esas reacciones vienen en realidad de lo que la sociedad piensa de esos comportamientos? Demasiadas.
Las madres de hijos como el mío somos consentidoras, permisivas, malcriadoras. Nuestros hijos son vagos porque se lo permitimos todo; no hacen caso porque en casa no tienen normas, como hacemos caso a sus llamadas de atención, somos unas blandas que nos dejamos manipular. A veces pienso que la mitad de mi cabreo viene ante el miedo a sentirme juzgada como madre. “Todo los niños son intensos”, “eso es que lo has acostumbrado”, “te preocupas mucho porque solo tienes uno” o “eso no es nada, ya verás cuando tenga XX años” o «no le hagáis tanto caso» tampoco son frases que ayuden a una persona preocupada.
Víctor es un niño con una curiosidad infinita que lo hace muy disperso. Le interesan muchas cosas, demasiadas, eso hace que escribir correctamente la letra ligada no esté en su lista de prioridades. Ni sumar. También es un niño inseguro y perfeccionista: no hace las cosas que cree que va a hacer mal. Así que vive en el siguiente círculo: no hace las cosas que cree que no hará bien, pero tampoco hace las que ya sabe hacer, porque ¿para qué las tengo que hacer si ya sé hacerlas? Lo importante es pasar de pantalla, no hacer lo mismo una y otra vez. Entenderle, hablar con él, ver cómo funciona a la hora de aprender, era más importante que convertirme en la madre que me juré que nunca sería: la que grita, la que castiga, la que le culpa sin preguntarle.
Y luego, hace poco, le pedí perdón por haber dejado que la imagen mental de lo que yo pensaba que él sería, es decir, mis expectativas, no me dejaran ver todas las cosas buenas que tiene. Que hay malas, que nunca sabes por dónde va a salir, que cada cosa es una guerra y un desgaste, que las rabietas en este momento en que se se siente cuestionado y vulnerable son mucho peores que a los tres años. Pero ese es mi hijo de verdad: el que te argumenta como un niño de 10 años, se comporta como uno de 6 y se enfada y se aferra a su madre como uno de 3. No se parece nada al Víctor que me había imaginado estos años. Por suerte para todos, aunque me haya costado mucho verlo.
En la foto, el corazón que me dibujó, como si me quisiera decir que algo estamos haciendo bien.
Yo también estoy pasando por ese duelo, cómo gestionar las expectativas de mi hijo cuando su padre y yo hemos sido alumnos complacientes, obedientes y con buenas notas.
Luego veo que es un niño muy sociable, que se relaciona hasta con niños de 12 años y estás habilidades no se valoran desde el cole. También es muy curioso e intento comentarle que no pierda esas ganas de seguir aprendiendo, a pesar del cole.
Te abrazo fuerte y ojalá encuentres un rincón de calma.