Esto de tener hijos iba también de vivir en un constante autoengaño. Primero piensas que la vida te cambia solo si quieres, que en el fondo es cuestión de organizarse. Pero luego llega la realidad, que te arrolla y, encima, te deja inmóvil y con cara de gilipollas. Así han sido los últimos años y así, me temo, seguirán siendo.
Hace tiempo que tengo claro que trabajar a jornada completa, tener un hijo y pretender no vivir en un vertedero es totalmente incompatible con la vida a no ser que tengas dinero. Mucho dinero. Porque el dinero, no lo olvidemos, nos sirve para comprar tiempo. Desde que nació Víctor vivo pensando que, a medida que se haga algo más mayor, todo se tranquilizará, que la logística será más sencilla. ¿Y sabéis qué? Que no tenía ni puta idea, como en tantas cosas.
A medida que se hace mayor gana en autonomía pero llegan otras cosas como las extraescolares, los deberes, hacer que vaya adquiriendo responsabilidades. Pero, aunque vayas teniendo algo más de respiro, la carga mental crece y crece. Los lunes hay que acordarse de la ropa y el neceser de Educación Física, los calcetines antideslizantes para música, preparar la mochila (la mía) del martes. Y no, no le voy a pedir que él se responsabilice de todo eso. Aún.
En todo esto, lo único que hace que sea una décima parte de persona y no un cyborg que cría y curra es la media hora a la semana que tengo para escribir este blog mientras mi hijo va a clases de piano (de eso hablaremos otro día) y los tres días a la semana que voy a entrenar. Tres días. Voy a hundir el capitalismo por dejar de producir tres horas a la semana, mi hijo va a criarse con una madre tremendamente egoísta y la pelusa me saludará por las mañanas cuando me levante a trabajar. Pero hasta aquí hemos llegado.
Desde que me cambié de pilates a entrenamiento personalizado apenas he fallado un par de veces y no es por ningún rollo absurdo de estar más en forma que nadie o ser una ninja de las dominadas. Eso es lo de menos. Lo importante es el respeto por mí misma. Porque decir que no a una reunión que se puede celebrar en cualquier otro momento o cancelar porque esa mañana Víctor no me haya dejado hacer mi hora de 6 a 7 ya no es una opción. Ir a entrenar, aunque luego me arrastre, es mi línea roja. Si empiezo a ceder, si esta semana voy dos días porque tengo mucha carga de reuniones, seguiré cediendo por sistema.
Me agotan los discursos del autocuidado que no hacen más que meternos más presión e invitarnos más a consumir, pero siempre hay algo de razón en todo eso. A mí no me motiva especialmente subir de peso en press banca, pero sí me da el subidón cuando dejo el teléfono de empresa en el fondo de la mochila y no lo miro hasta que llego a casa. En silencio ya vive desde el primer día. La maternidad y este ritmo de vida tan desquiciante nos aplastan y acabamos por perdernos. Me preguntaba hace un tiempo qué había sido de mí. Ahora veo, con algo de distancia, que una parte de mí nunca se ha ido y que el problema, en realidad, no era la maternidad: era pretender tener una vida además de todo lo demás.
(Obviamente en la media hora de piano no tengo tiempo de cruzar la calle, pedirme una infusión asquerosa, sacar la mochila del portátil, escribir y revisar un texto, hacer y editar una foto y publicar. Igual cada dos semanas consigo hacer algo)